Estudios. Argumentos de Razón Técnica.


¿ES MENESTER QUE LOS INGENIEROS FILOSOFEN?

 

Javier Aracil
Escuela Superior de Ingenieros
Universidad de Sevilla

Engineers of the world philosophize! You have nothing to lose but your silence!

                                                                                                                                        Carl Mitcham

 

Resumen: En este artículo un ingeniero reflexiona acerca de la metodología propia de su modo de actividad. Se postula para esa metodología una componente pluralista y pragmática, en cierto modo alejada del unitarismo y absolutismo de las ciencias de la naturaleza. Se critica la postura comúnmente aceptada de que la ingeniería es ciencia aplicada. Se reclama una reflexión específica sobre las peculiaridades de la ingeniería.

 

 

Abstract: This paper is about the reflections of an engineer with relation to the engineering methodology. It is postulated that engineering has a strong pluralistic, pragmatic component. The point of view commonly accepted that engineering is no more than applied science is criticized. The paper claims for an specific reflection about engineering peculiarities.

 

 

1. A modo de disculpa

 

La cita de Carl Mitcham es realmente provocadora para un ingeniero. Si entendemos la filosofía como reflexión crítica referida a ámbitos más o menos amplios del mundo parece posible, e incluso conveniente y necesario, que los ingenieros --lo mismo que todo el mundo-- filosofen. Pero es que sucede que, a lo largo de la historia, la filosofía se ha convertido en el modo de actividad de una clase profesional, los filósofos, que han desarrollado sus propios modos de quehacer profesional (titulaciones académicas, publicaciones, reuniones) con su inevitable espíritu gremial (dicho sea sin ninguna connotación negativa) y los correspondientes matices y precisiones, con un elevado nivel de elaboración, que conducen irremediablemente a una forma de especialización. Es natural que quienes dedican la mayor parte de su tiempo a la reflexión crítica, y han hecho de ella su modo de actividad profesional, alcancen cotas que nos resulten envidiables a quienes tan sólo podemos dedicarle una fracción del nuestro, siempre insuficiente. La especialización tiene una doble faz: por una parte, propicia el virtuosismo, el logro de altos niveles de excelencia; por otra, produce enclaustramiento del grupo que la practica. En todos los modos de actividad humana están presentes estos dos rasgos. Por eso cuando uno se asoma a las páginas de una revista de filosofía lo hace con respeto y con una sensación de intrusismo profesional, que le llevan a dudar sobre la oportunidad de la opción. Además, en la referencia de la que se ha extraído la cita, así como en otras de sus publicaciones, como ¿Qué es la filosofía de la tecnología?, Mitcham distingue dos corrientes en la filosofía de la tecnología: la que se origina en meditaciones de filósofos convencionales y la que es el resultado de reflexiones de ingenieros. Está claro que la primera es mucho más brillante, pues la segunda no puede evitar quedar reducida a algo curioso, de interés para eruditos en la materia, pero sin llegar a alcanzar la repercusión de la primera. De ello puede desprenderse una invitación al desistimiento del ingeniero de hacer públicas sus meditaciones. Aún así, la provocación de Mitcham es demasiado directa para resistirse a ella.

Este artículo está formado por las reflexiones de un ingeniero. Con ellas, el autor pretende contribuir a mostrar que lo que los ingenieros hacen posee una metodología propia y específica, que no es solamente ciencia aplicada, y sobre la que convendría deliberar para tratar de hacerla lo más explícita posible. Para ello, los ingenieros, lo mismo que han aprendido de los científicos, deben también hacerlo de algunos pensadores cuyas reflexiones pueden servir para alimentar su afán de comprender lo que hacen, los problemas que encuentran al hacerlo y ayudarles a buscar un cierto sentido a esa labor. En la obra de autores como Isaiah Berlin, Hilary Putnam, Nelson Goodman o Herbert Simon, entre otros, pueden encontrarse elementos que contribuyen, sin caer en simplificaciones excesivas, a clarificar la metodología propia de la profesión de ingeniero.

Una de las lecciones que aun los profanos extraemos de la historia de la filosofía es una llamada de atención contra la creencia de que existen soluciones finales al inagotable problema de conceptualizar la realidad. La actividad filosófica se manifiesta como una búsqueda perpetua de nuevas respuestas a nuevas situaciones; unas situaciones en constante cambio, que nos privan de referencias fijas en nuestra relación con el mundo. A lo largo de este artículo veremos cómo la ciencia ha pretendido aportar una de esas referencias, y cómo desde la ingeniería, que comparte con ella métodos y conocimientos, se gesta, sin embargo, un claro cuestionamiento de esa pretensión. Lo que nos conducirá a otra de las manifestaciones de Mitcham en el artículo citado: la relación entre ingeniería y postmodernismo. Pero vayamos por partes y comencemos a desarrollar nuestro argumento.

 

2. Ingeniería, técnica y algo más

 

En el artículo de Mitcham, como por lo demás es lugar común, aparecen mezcladas técnica e ingeniería. Empecemos con algunas precisiones al respecto. La ingeniería es una profesión relativamente reciente, aunque no lo sea la actividad que subyace a ella. En realidad, para algunos autores es tan antigua como la propia humanidad. La postura más radical en este sentido quizás sea la de Sprague de Camp, para quien "la historia de la civilización es, en cierto sentido, la historia de la ingeniería --de la larga y ardua lucha para hacer que las fuerzas de la naturaleza trabajen en favor del bienestar del hombre--". En esta cita está implícita una forma de identificación de la ingeniería con la técnica (o con la tecnología; volveremos ampliamente sobre esto). Un rasgo característico de la humanidad ha sido el aprovechamiento y, en el mejor de los casos, control de las fuerzas de la naturaleza para ponerlas a su servicio, hasta el extremo de haber alterado radicalmente el mundo natural y haber creado uno artificial, que es en el que hoy vivimos --no sin cierta añoranza por aquel--. Y la creación de este mundo artificial es el resultado del modo de quehacer humano que conocemos como técnica.

La civilización despuntó al producirse la revolución que transformó al hombre de recolector-cazador en labrador-ganadero. El hombre selecciona las mejores semillas para su cultivo y descubre que algunos animales pueden domesticarse. Desarrolla las primeras técnicas agrícolas y adopta un tipo de vida más sedentario. Con el sedentarismo se inicia el proceso que desembocaría en la creación de núcleos urbanos, con la consiguiente erección de monumentos y la necesaria satisfacción de servicios comunes (abastecimientos de agua, saneamientos y calzadas), al tiempo que se inician las explotaciones mineras y la metalurgia. Todo este complejo grupo de actividades se encomendó a quienes hoy llamamos ingenieros. Ahora bien, a diferencia de lo que sucedió con otras profesiones de importancia similar para la cohesión social, como la medicina o el derecho, hasta tiempos muy recientes los ingenieros no alcanzaron el grado de organización profesional que esas otras dos profesiones ya consiguieron en la antigüedad.

Aunque la ingeniería tal como en la actualidad la entendemos no aparezca hasta mucho después, la actitud que la define está presente en todas esas actividades primigenias de tipo técnico. El hombre deja de ver su entorno natural como algo dado que hay que aceptar y a lo que inevitablemente hay que amoldarse, para empezar a considerarlo algo modificable y, hasta cierto punto, controlable. Un río que corre el peligro de desbordarse puede regularse mediante una presa o abriéndole otro cauce. Ese mismo río, que separa dos orillas, puede salvarse mediante un puente. El riego de los campos deja de depender exclusivamente de la lluvia. Recordando la cita de Sprague, la historia de la civilización y la de la ingeniería son indisociables la una de la otra.

Si bien esas técnicas agrícolas, hidráulicas, mineras y metalúrgicas están asociadas a los albores de la civilización, la organización del cuerpo profesional al que estaban encomendadas no se produce hasta tiempos muy recientes. El propio término `ingeniero' no comienza a registrarse hasta la alta Edad Media y no alcanza cierta consolidación hasta el Renacimiento, con la aparición de los ingenieros italianos. En esta época, con todo, la distinción entre ingeniero y arquitecto no está claramente definida. Los ingenieros italianos del Renacimiento ponen sus capacidades al servicio de príncipes y de ciudades-estados para actividades de índole bélica (fortificaciones, catapultas, maquinarias para asalto a castillos y ciudades, etcétera), pero también para obras de ingeniería civil (calzadas y obras hidráulicas).

 

La denominación de ingeniero, o de ingeniería, se asocia corrientemente a dos raíces en apariencia distintas. Por una parte, se relaciona con la facultad humana del ingenio, capacidad imaginativa y creativa para resolver problemas complejos o desenvolverse en situaciones engorrosas. Por otra, se pretende que ingeniero tiene un significado semejante al de maquinista o técnico en artilugios mecánicos. Esta acepción es especialmente patente en la literatura anglosajona, en la que se hace derivar el término ingeniero --engineer-- del término engine --máquina--. En realidad, las dos acepciones son prácticamente las dos caras de una misma moneda. El ingenio-máquina es el producto del ingenio-facultad. La máquina es el resultado de aplicar el ingenio humano a la consecución de un objeto artificial mediante el cual alcanzar determinados propósitos. E tutti contenti.

El ingeniero, en su acepción actual, es producto de dos de los acontecimientos históricos más significativos del siglo XVIII: la Revolución Industrial y la Ilustración. La Revolución Industrial produce un desarrollo del maquinismo que obliga a elevar el nivel de formación y capacidad de los profesionales vinculados a los procesos industriales. Por su parte, la difusión del espíritu de la Ilustración suscita un cambio profundo en la actitud del hombre ante la naturaleza, que pierde en resignación y gana en autonomía y voluntad de controlarla, y que está, como hemos visto antes, en la raíces profundas de la ingeniería como profesión. El espíritu de la Modernidad, propio de la Ilustración, encuentra en la profesión de ingeniero uno de los cauces para su plasmación social.

Ingeniería y técnica se presentan íntimamente entrelazadas. La técnica es un concepto más amplio, y se refiere al saber hacer con un determinado propósito, al tiempo que la ingeniería es una profesión que emplea determinadas técnicas con el fin de modificar el entorno natural del hombre y sustituirlo por otro artificial en el que pueda vivir más y mejor. En la definición de los objetivos a que debe subordinarse la actividad del ingeniero surge uno de los grandes problemas de la profesión. De momento, aceptemos que la vida en una sociedad desarrollada --como cualquiera de las democracias occidentales-- es más placentera y rica en posibilidades que la que se ofrece, digamos, a los habitantes de una tribu del Amazonas. Al menos, constatemos que son más los que pretenden desplazarse al primer tipo de sociedades que quienes lo hacen al segundo. Y aceptemos este hecho como evidencia de que la vida en las primeras es más apetecida que en las segundas. Y en ellas la actividad técnica asociada con la ingeniería es determinante (así como otros valores, tal como un sistema de libertades y respeto mutuo, que no tienen, en principio, relación directa con ella).

 

 

3. Los problemas de estar a la moda

 

Así pues, en lo que sigue, al hablar de técnica nos limitaremos a la propia de la actividad del ingeniero (técnica de construcción de carreteras y puentes, de concepción de máquinas para usos diversos, de aplicaciones informáticas y de explotaciones agrarias, comúnmente asumidas por los profesionales conocidos como ingenieros), y olvidaremos otros empleos de la palabra técnica (como cuando se habla de técnica de interpretación musical o de técnicas culinarias). Para la primera de las acepciones es usual, en estos últimos tiempos, emplear también tecnología. Este hecho parece relacionado con que en español hayamos dejado de nutrirnos de las culturas francesa y alemana, para pasar a hacerlo de traducciones anglosajonas. Con ello se violenta un uso ampliamente establecido y su adopción consecuente obligaría a ciertos cambios incluso institucionales. Los centros universitarios españoles en que se forman los ingenieros se denominan Universidades Politécnicas (que son los análogos a los Institutos Tecnológicos americanos, como el de Massachusetts o el de California), Escuelas Técnicas Superiores o Escuelas Técnicas Universitarias; y se conceden los títulos de Ingeniero Técnico. Pero esta violencia lingüística no se limita al uso del término en centros académicos o titulaciones universitarias. La literatura filosófica al respecto carece de ambigüedades. Por citar una muestra, vayamos a Ortega a quien pocos dudarán en asignarle un papel determinante en la creación del lenguaje filosófico moderno en español. Precisamente, es autor de unas Meditaciones de la técnica que constituyen una de las reflexiones pioneras en este campo de la filosofía. Pues bien, en este libro no aparece ni una sola vez la palabra tecnología. No dejan de ser chocantes los apuros en que se ven los adaptadores al español del libro de Mitcham ¿Qué es la filosofía de la tecnología?, cuando se ven forzados a escribir (pág. 58): "Ortega y Gasset es el primer filósofo profesional en ocuparse de la cuestión de la tecnología" (sic). Comentando las aportaciones de Ortega, en la página 48 de la versión inglesa, al final del párrafo central se lee:" la técnica (that is, technology)". Por otra parte, del examen del uso que del término tecnología hace Julio Caro Baroja en Tecnología popular española tendremos una muestra más de la dificultad de asociar significados precisos a `técnica' y `tecnología'.

Es posible que etimológicamente a tecnología le corresponda el significado de tratado, o estudio sistemático, de las técnicas (o ciencia de las técnicas, más al gusto moderno; o, por rizar el rizo, ciencia de la ingeniería, que posiblemente hubiese sido el uso más correcto del término). Pero los hechos lingüísticos están ahí, e influidos por la presencia avasalladora del inglés existe una creciente tendencia a usar técnica y tecnología como sinónimos. Frente a dicha tendencia algunos sugieren que, ya que tenemos dos palabras, se les dé un significado diferente, proponiendo para el término técnica un uso muy laxo y general, que subsume todos los anteriormente comentados, y reservando el de tecnología el más concreto que lo limita a aquellas técnicas que poseen base científica. Esta propuesta goza de amplia aceptación en el ámbito de la filosofía profesional. Voy a cuestionarla y no sólo por razones de tipo lingüístico que, al fin y al cabo, son asumibles -y si no el propio uso será el que las impondrá-, sino por otras de naturaleza más profunda, que enlazan directamente con el tema de este artículo, y que voy a tratar de desarrollar a continuación.

 

 

 

 

4. No es ciencia todo lo que reluce

 

Las relaciones de la técnica, y por tanto de la ingeniería, con la ciencia son muy profundas. Es así hasta el extremo de que en prestigiosas enciclopedias se dice que la ingeniería es la aplicación de los conocimientos científicos a la resolución de problemas prácticos. Por eso no extraña que se haya pretendido definir la tecnología como la técnica con base científica. A mayor abundamiento, la moderna concepción de la ingeniería se gesta en el siglo XVIII, durante la Ilustración, por lo que las pretensiones racionalistas y cientifistas de los ilustrados están presentes en el propio origen de la ingeniería moderna. Puede incluso invocarse la fecha del 11 de marzo de 1794, en la que la Convención francesa creó la École Polytechnique, con el propósito expreso de que el ingeniero fuese más sabio que artista, produciéndose una cierta ruptura con la tradición pragmática, e incluso artística, de los ingenieros forjada a partir del Renacimiento. La aplicación de los conocimientos científicos a la resolución de problemas prácticos, y el propio empleo del método racional de los científicos para esa resolución, empiezan a ocupar un lugar primordial en la metodología de la ingeniería. Sin embargo, ese modo de concebir la ingeniería, además de sus indudables ventajas, entraña un peligro evidente. Si se lleva a sus extremos, se olvida la esencia de la ingeniería, que es concepción de un mundo artificial y no mera aplicación de lo que ya se sabe a determinados problemas prácticos. Esto último es ciencia aplicada, algo bien distinto de la ingeniería, aunque en determinados casos puedan confundirse. Pero la ingeniería, en lo que tiene de concepción, no presupone ningún conocimiento teórico del cual se derive aquello que se concibe.

La concepción de un producto de la ingeniería -un puente o un robot- no es algo que se deduzca --en el sentido, por ejemplo, que se deduce la existencia de agujeros negros de la teoría de la relatividad-- de la teoría correspondiente (la mecánica de los medios continuos o la teoría del control automático); antes bien, esas teorías suministran el conocimiento necesario -o al menos disponible- para poder plasmar lo que se ha concebido (e, incluso, para decirnos si aquello que pretendemos hacer puede o no hacerse con la tecnología disponible). Los casos de un robot, o de un avión, son especialmente interesantes en este sentido ya que en ellos confluyen múltiples tecnologías.

El ingeniero, cuando actúa como tal, es decir, cuando concibe, diseña o proyecta algo, realiza un acto de creación mediante el cual relaciona elementos de diversa naturaleza en la síntesis que es el objeto artificial producto de su labor. Ello requiere el conocimiento de las propiedades de los elementos que integra en su proyecto, conocimiento que a veces lo suministra la ciencia. Además, en el proceso que va desde lo concebido a lo realizado aplicará el método racional en el que comparte con los científicos haber alcanzado especial maestría y virtuosismo. Pero el acto mismo de génesis y de concepción escapa a ese método. De ahí mi cuestionamiento de que pueda hablarse de algo así como de una técnica sobre bases científicas. Compatible con el método científico, por supuesto. Consistente con los conocimientos de la ciencia, por descontado. Pero que emerja a partir de bases científicas, eso ya es algo más difícil, si no imposible, de asumir.

Posiblemente se considere abusiva la pretensión de limitar al ingeniero la facultad de crear, aludiendo a que también lo hacen los científicos. En efecto, en todo descubrimiento científico hay un acto de creación, de síntesis de hechos dispersos en la unidad de una teoría, que suministra coherencia lógica a fenómenos en principio inconexos. Lo que sucede es que ese acto de creación propio del científico se produce en un ámbito de abstracción y generalidad muy diferente al de lo singular y concreto en el que lo hace el ingeniero. Este último, al desarrollar su actividad profesional, tiene que concebir, casi cotidianamente, soluciones a los problemas específicos que le presenta la puesta en práctica del mundo artificial que le es propio; en el científico, sin embargo, los actos de creación son más esporádicos. Un descubrimiento científico es algo de una universalidad y trascendencia que se produce muy ocasionalmente. Un proyecto de ingeniería tiene un carácter mucho más concreto y frecuente, casi ordinario.

Al hablar de creación hay una cierta tendencia a pensar que ésta es exclusiva de los dominios del arte. Ahora bien, si incluso en la ciencia más estricta puede hablarse con propiedad de creación, más aún en el dominio de la ingeniería: en sus raíces históricas, durante el Renacimiento, era frecuente que una misma persona desarrollase actividades propias de artista (por ejemplo, de arquitecto) y de ingeniero (de quien concibe ingenios). La creación de la que se está hablando en el dominio de la ingeniería no busca producir emoción estética, sino utilidad sometida al rigor de la racionalidad. Sin embargo, las reflexiones en torno a la filosofía del arte, por ejemplo la consideración de la multiplicidad de lenguajes para expresar la realidad, resultan muy relevantes para el ingeniero (y por tanto para una posible filosofía de la ingeniería). Volveremos sobre este extremo al ocuparnos de Nelson Goodman.

No pocos filósofos profesionales interesados por la técnica proceden de la filosofía de la ciencia, y quizás por ello acusen cierta tendencia a emplear útiles conceptuales semejantes a los desarrollados para analizar los hechos científicos. Ello les ha podido llevar a olvidar, o al menos a infravalorar, la radical distinción entre ciencia y técnica (o ingeniería). La ciencia surge del deseo de saciar la curiosidad y saber cómo son las cosas. Satisfacer esa curiosidad --que suele interpretarse como la búsqueda de la verdad-- es un fin que se persigue por sí mismo y que lleva a proclamar a quienes hacen de él uno de los motivos de su vida que ésta merece la pena ser vivida. El conocimiento es una fuente indudable de placer, pero también puede serlo de utilidad. Y en esta doble cara que presenta el conocimiento, por una parte de fuente de gozo de saber y, por otra, de posibilidad de obtener utilidad de ese conocimiento para algún determinado propósito, está el doble y distinto uso que de él hacen científicos e ingenieros. Para los científicos el conocimiento es un fin en sí, pretenden describir cómo son las cosas; alcanzar el mejor conocimiento posible de ellas. Para el ingeniero, en cambio, ese conocimiento es un útil que le permitirá plasmar sus concepciones para resolver determinados problemas.

Se ha dicho que la ciencia es como un mapa que describe un cierto ámbito de la realidad. Con él podemos saber cómo establecer rutas en ese dominio. Pero la decisión de a dónde queremos ir no está contenida en el mapa. El ingeniero se ocupa de decidir a dónde ir, en función de la utilidad que se persiga. Y para ello, además, construye un camino, alterando lo que la naturaleza le había dado. Conviene observar que la decisión de a dónde ir es anterior e independiente de que dispongamos del mapa; aunque, claro está, para hacer el camino nos venga bien, e incluso nos sea indispensable, disponer de él.

La ciencia, tanto en sus logros como en su método, forma ya parte del patrimonio de la humanidad. En cualquier cosa que hagamos, los elementos de racionalidad implícitos en el método científico, y los conocimientos con él alcanzados, deben estar presentes. Quizás en el siglo XVIII hubiera que hacer explícito el uso de la ciencia en una sociedad todavía dominada por creencias ancestrales. Pero a finales del siglo XX ya debería ser superfluo decir que la técnica requiere de la ciencia. Es obvio que la técnica, para alcanzar sus propósitos, empleará el mejor conocimiento disponible respecto a los elementos involucrados en el proyecto que pretende llevar a cabo. Y en este conocimiento ocupará un lugar primordial el científico, pero también estarán presentes elementos de sentido común difícilmente reducibles a aquel y presentes, sin embargo, en toda actividad humana.

Además de los conocimientos científicos, es claro que el ingeniero empleará el método racional --tomado en su sentido más laxo de uso autónomo de la razón-- para llevar a cabo aquello que proyecta, sometiéndolo a observaciones, cálculos, pruebas y ensayos que no difieren de los que usa el científico. Sin embargo, la diferencia de objetivos introduce algunos sesgos sobre los que conviene detenerse. El científico tiene una pretensión de universalidad --rayana en el absolutismo-- en aquello que hace. Pretende saber cómo son las cosas, alcanzar descripciones que permitan reproducirlas (tanto explicarlas si son observaciones pasadas, cómo predecirlas si se refieren al futuro); pretende, en resumen, saber cómo es el mundo. Pero en esta pretensión se esconde una trampa: la de lograr una descripción única, total y absoluta de la realidad. Y además, con el añadido, más o menos explícito, de una cierta simplicidad en la estructura de ese conocimiento.

El ingeniero, por su parte, se desenvuelve en el ámbito de lo concreto. Su propósito es resolver tal o cual problema mediante algún artefacto que sirva precisamente para eso. La unicidad de saberes, que puede ser motivadora para el científico, no le resulta relevante. Su objetivo es que aquello que concibe y realiza sirva a los propósitos que lo han originado. Su problemática se desenvuelve en un ámbito radicalmente distinto al del científico. En el caso concreto que tiene entre manos no puede prescindir de nada, no puede aislarse en un laboratorio y ocuparse exclusivamente de aquellos aspectos generales que son tan interesantes al científico. Antes bien, ha de concentrarse en el problema específico que tiene que resolver y, al hacerlo, tiene que tener en cuenta todos los aspectos de la escurridiza e inasible realidad. Y, además, tiene que asumir riesgos.

Los conocimientos propios del ingeniero se han organizado en disciplinas con una estructura lógica semejante a la de las teorías desarrolladas por los científicos que estudian la naturaleza. Por ejemplo, la mecánica de los medios continuos, la teoría de circuitos eléctricos, la teoría de sistemas de control automático o la informática se exponen en libros que, en principio, en nada desmerecen de los que un científico consideraría aceptables y dignos de consideración. Algunas de ellas, como las dos primeras, podrían figurar como capítulos de un libro de física general; y las dos segundas, de uno de matemáticas. No se olvide que la propia termodinámica está a caballo entre la física y la ingeniería; y aunque los físicos la reclaman como parte de su patrimonio, algunos la consideran una teoría fenomenológica --consideración en la que está implícita una calificación como de segunda fila--.

Para todas esas teorías se ha propuesto la pomposa denominación de ciencias de la ingeniería. Esta denominación podría ser aceptable, si no fuera por el uso abusivo que se ha hecho de locuciones que empiezan con `ciencias de...', que se ha traducido en una cierta degradación de dicho prefijo. Es notable que, en la universidad española, las facultades en que se imparte lo que nadie duda que son ciencias, por ejemplo la física, hayan pasado de denominarse Facultades de Ciencias Físicas a Facultades de Física (lo mismo con Matemática, Química y Biología). Mientras que conservan lo de `Facultades de Ciencias...' centros, muy respetables por otra parte, pero en los que no parece, en general, que se enseñen disciplinas a las que quepa caracterizar inequívocamente como científicas en un sentido paradigmático y estricto. Así pues, no me siento muy cómodo con lo de ciencias de la ingeniería, ni deberían estarlo aquellos que postulan para la ingeniería las formas de racionalidad propias de las ciencias de la naturaleza. Quizás el término tecnología hubiese podido servir para ese propósito. Etimológicamente la acepción podría ser correcta, ya que tecnología alude a técnica con logos; y eso es lo que se hace en la teoría de las máquinas eléctricas o en la de los sistemas realimentados. Pero hemos visto que la palabra tecnología está muy manoseada y posiblemente ya sea tarde para reclamar para ella esa acepción, o cualquier otra no exenta de cierta ambigüedad.

 

 

5. La ingeniería y el pluralismo

 

Con el conocimiento, el científico trata de construir una trabazón lógica que le permita conocer, y en cierto sentido replicar, la realidad; para el ingeniero, en cambio, es sólo una estrategia cognitiva para actuar. Por ello el primero buscará la unidad y subordinará los detalles a la simplicidad del conjunto; por el contrario, el segundo será esencialmente pluralista: las leyes generales le orientarán, pero su problema se resolverá en el ámbito de los detalles, de lo concreto. Resultará natural al ingeniero asumir la crítica que realiza Berlin de los supuestos del ideal platónico que aparentemente son gratos al científico. Dichos supuestos, que Berlin desestima, los resume en tres puntos:

 

1. Todo problema auténtico sólo admite una solución correcta, siendo todas las demás necesariamente erróneas.

2. Existe un método para descubrir tales soluciones correctas.

3. Las soluciones deben ser necesariamente compatibles, pues si no lo fueran, una verdad seria incompatible con otra, cosa lógicamente imposible.

 

El pluralismo implícito en la ingeniería obliga a tomar muy en serio esa crítica de Berlin al platonismo -al monismo científico o idealismo epistemológico- que esconde una expresión implícita de pluralismo. No olvidemos que aun dentro de la propia ciencia física, por tantos conceptos el paradigma de las ciencias de la naturaleza, la unicidad está aún lejos de alcanzarse. Aunque se hayan alcanzado éxitos admirables al realizar la síntesis de distintas ramas de la física, como la unión de la electricidad y el magnetismo en la teoría electromagnética de Maxwell, o las más recientes síntesis entre las fuerzas que rigen las interacciones entre partículas elementales, todavía estamos lejos de la nada trivial aceptación de una síntesis entre la mecánica y la termodinámica (síntesis a la que subyace la mucho más trascendente entre lo reversible y lo irreversible; es decir, la propia esencia del tiempo). Lo que no impide tener éxito al aplicar la termodinámica a un problema, o a un aspecto de un problema, y la mecánica a otro, o al mismo considerado desde otro punto de vista.

Para el acto de creación, que estamos defendiendo que está en las mismas raíces de la metodología de la ingeniería, es absolutamente relevante el pluralismo. Como sucede en el arte, para que sea posible crear hay que disponer de holguras. Precisamente entre las holguras de lo predeterminado se abre camino lo posible. Se comprende que la concepción de la ingeniería como mera aplicación de lo que ya previamente se sabía --que es lo que es la ciencia aplicada-- pretende sustraerle lo que es su característica esencial de concepción y de diseño, y al hablar de esencia no se pretende recurrir a esencialismos idealistas, sino a la mera constatación de lo que es una componente primordial de la actividad de los ingenieros, al menos en sus formas excelsas, que son las que sirven de referencia.

 

Berlin es un pensador que se ocupa fundamentalmente de la historia de la ideas. Hace un diagnóstico del que se desprende la constatación del inevitable pluralismo como forma de aproximación a la conceptualización de la realidad. Otros pensadores, como Hilary Putnam, aportan soluciones más concretas a esa visión plural de la realidad. En particular, Putnam propone lo que denomina el realismo interno o pragmático para enfrentarse a lo que para él son las mil caras de la realidad.

La aportación de Putnam parece especialmente interesante para fundamentar un pluralismo como el que de hecho practican los ingenieros, que sea a la vez realista (de otra forma difícilmente podrían convertirse en "realidad" los productos que conciben) y no unitarista. La tesis básica del realismo ingenuo considera que el mundo está ya estructurado por sí mismo con independencia de nuestras construcciones conceptuales. La labor del científico consiste en desentrañar esas estructuras, de modo que se limita a encontrar hechos que ya están ahí. La crítica de Putnam al realismo ingenuo --al que denomina realismo metafísico--, tan querido al científico, puede ser perfectamente asumida por el ingeniero. Su ejemplo en Las mil caras del realismo, cuando compara un mundo descrito al estilo de Carnap con la descripción de ese "mismo" mundo al estilo de los lógicos polacos, se generaliza fácilmente a los casos antes comentados de la mecánica de los medios continuos, de la teoría de circuitos electrónicos y, en general, a todas las construcciones "teóricas" de que se valen los ingenieros para sistematizar y presentar de forma coherente, con un estilo próximo y con un formalismo semejante al de los científicos, sus conocimientos sobre un determinado ámbito de la técnica. La existencia de descripciones alternativas, no necesariamente reducibles entre sí, de los datos de la experiencia es un punto crucial en este argumento. El ejemplo del mapa, al que antes aludíamos, es también claro al respecto. Nadie duda que un mapa capta aspectos de la "realidad" (en otro caso no serviría para nada); posee una lógica inherente, que es la necesaria para poder interpretarlo; en este sentido, es algo que posee coherencia interna. Sin embargo, no faltan quienes dicen que un mapa es una descripción fenomenológica superficial a la que subyace otra que es la verdadera. Su posición les lleva a proponer una distinción entre teorías de primera, las verdaderas, las profundas, y de segunda, las fenomenológicas, las superficiales. Sin embargo, y lamentablemente para quienes sustentan esa distinción, las pretendidas teorías físicas de primera son reversibles --sus ecuaciones fundamentales funcionan igual para el tiempo yendo del pasado al futuro que del futuro al pasado; formalmente, lo mismo para t que para -t. Ser consecuente con ello llevó al propio Albert Einstein a decir que "el tiempo es sólo una ilusión". Ante lo cual lo único que le viene a uno a la mente es aquello del Tenorio: "si es una broma, puede pasar".

Hay teorías mejores o peores, según la amplitud del dominio de la realidad que cubran o de la precisión de los resultados obtenidos, pero no parece aceptable clasificarlas en de primera o de segunda (como subyace implícitamente a la clasificación de Bunge antes mencionada). Las teorías nos ayudan a establecer una trabazón entre los conceptos que asociamos a nuestras percepciones del mundo real. Con ellas se puede alcanzar el gozo de saber o la utilidad de resolver algún problema práctico. Lo que parece abusiva es la pretensión de lograr un mimetismo absoluto con la realidad, aunque sea en el límite; alcanzar a sustituir al "ojo de Dios", por usar la expresión de Putnam. Por eso decíamos más arriba que a la pretensión de saber subyace una trampa: la de que ese saber convierta las asumibles pretensiones de generalidad en otras de absolutismo (aunque sea en un límite inalcanzable, pero no por ello inexistente). Esta puede que sea la inconfesada pretensión de algunos científicos que aspiran a que su descripción del mundo sirva de sustituto a las nunca satisfechas aspiraciones de algunos filósofos de desvelar lo más profundo de la realidad. Verdaderamente el placer de saber sería más intenso si ese saber fuese absoluto. Pero quizás tengamos que aprender a ser más modestos en nuestras pretensiones.

Otro autor de gran relevancia en este orden de cosas es Nelson Goodman. En su libro Maneras de hacer mundos propone una aproximación a la realidad que tiende a distanciarse de la postulada por un fisicalismo extremo, de signo unitarista, para abrirse a un pluralismo en el que tienen cabida incluso las aportaciones de la filosofía del arte. Goodman propone que el conjunto de las "apariencias" de un determinado ámbito de nuestra experiencia puede ser interpretado y reconstruido como un sistema formal (qué otra cosa si no es la teoría de máquinas o cualquiera de las construcciones teóricas de que se vale el ingeniero?), sin necesidad de recurrir a un substrato metafísico ni ontológico. Toda apariencia se resume en un sistema de signos articulados entre ellos mediante reglas convencionales, que se pueden reducir a una sintaxis. Estas ideas las ha desarrollado Goodman en especial para la interpretación de las obras de arte. Pero permiten una reinterpretación en el dominio de la ingeniería, y posiblemente también en el de una concepción más pluralista de la empresa científica. Entre sus propuestas encontramos una que resulta especialmente sugestiva para un ingeniero: la de adoptar la noción de corrección como más general e interesante que la de verdad, sin que necesariamente haya que renunciar a esta última. Un mapa que responde a lo que de él se espera es correcto (hablar de verdad en este contexto puede resultar pedante y ridículo). Esta noción de corrección permite modular el "todo vale" de Feyerabend. Vale todo aquello que es correcto, que es adecuado a los fines que se persiguen.

No se olvide que una de las más excelsas teorías físicas, la mecánica cuántica, forzó a una profunda revisión del realismo ingenuo de los científicos. La interacción entre sujeto y objeto está en las raíces mismas de esta mecánica. Las magnitudes dejan de tener la componente "natural" de ser algo que se mide, para convertirse en operadores cuyos autovalores son precisamente esas medidas -conversión que está en la esencia de la "cuantificación" o discretización de las medidas-. No admite una interpretación al gusto del realista ingenuo. A la hora de la verdad es a la precisión de sus predicciones a lo que se invoca para mostrar su excelencia. Es decir, a un criterio de corrección. En consecuencia, parece inevitable meter en un mismo cesto la cartografía, la mecánica de los medios continuos y la mecánica cuántica. Todas ellas comparten la pretensión de describir un cierto aspecto de eso tan complejo y evasivo que es la realidad. Y las juzgamos por lo correctamente que lo hagan. Por más que nos parezca que el modelo matemático de una partícula mediante la ecuación de Schrödinger es algo mucho más elaborado que un mapa, en el fondo comparten el ser construcciones nuestras para describir ciertos ámbitos de nuestra experiencia. En ninguno de los dos casos podemos confundir el mapa --el modelo, la descripción, la representación-- con la realidad.

Un último autor que procede mencionar aquí es Herbert Simon y su (inicialmente) pequeño libro Las ciencias de lo artificial, que constituye una excelente propuesta para sentar las base de una reflexión sobre el hecho de la ingeniería. La artificialidad, tal como la concibe Simon, va más allá de lo meramente tecnológico. Aunque sus reflexiones se inician en el ámbito de las organizaciones empresariales, sus conclusiones se aplican a todo el mundo de lo artificial, y por tanto a la ingeniería, que adquiere a su luz una nueva perspectiva.

Para Simon, junto con el de concepción, el concepto de representación es esencial en ingeniería. El ingeniero, además de concebir, tiene que ser capaz de representar lo que concibe. La representación así entendida adquiere un sentido muy amplio, que incluye todos los elementos mediante los cuales el ingeniero elabora, especifica y transmite aquello que ha concebido. Y cuando hay representación, hay símbolos y hay interpretación. La realización de lo concebido sólo será posible si el ingeniero es capaz de producir una adecuada representación de lo que pretende construir.

Pero estos símbolos y esta representación se restringen a aquello que es relevante en relación con los objetivos que persigue el ingeniero. Y aquí vuelve a colación el ejemplo del mapa. En el mapa se consideran exclusivamente aquellos aspectos relativos al establecimiento de rutas posibles entre puntos determinados. Se pueden incluir signos adicionales para indicar la presencia de accidentes notables, como pueden ser monumentos u otros puntos de interés, pero lo que se incluye en un mapa como representación es mínimo comparado con la riqueza y variedad de aquello a lo que alude. Sin embargo, en principio, incluye todo lo que es significativo --o al menos lo más notable-- para decidir un trayecto entre dos puntos. Análogamente sucede con el plano de una construcción o de una máquina.

Los planos, como los mapas, son representaciones estáticas de las relaciones espaciales (o aun simplemente topológicas en el caso de los diagramas) entre los elementos implicados. En la actualidad, gracias a la informática, disponemos de instrumentos de representación de una potencia mucho más elevada. Podemos representar no sólo las relaciones estáticas, como en un plano, sino los comportamientos mediante simulaciones. Ello enriquece extraordinariamente las capacidades representativas a disposición del ingeniero, que le facilitan el plasmar lo concebido y, con anterioridad a su realización concreta, determinar, con bastante fidelidad, mediante simulaciones, el comportamiento de lo que resulte de la articulación de los elementos con los que pretende componer lo proyectado.

 

 

6. Postmodernos MALGRÉ EUX

 

En el artículo de Mitcham del que se ha extraído la cita con la que se abre este artículo, se alude también a los ingenieros como filósofos no reconocidos del mundo postmoderno. Es una propuesta que el autor no desarrolla, al menos suficientemente. Se limita a unos rápidos brochazos que pretenden sugerir más que concretar. No es fácil definir el postmodernismo ni quien escribe estas líneas es la persona adecuada para hacerlo. Cuando estudiando Historia del Arte uno pretende, por ejemplo, caracterizar el Barroco se encuentra también con problemas. Si se comparan autores como Zurbarán o Valdés Leal (autores en los que es posible confrontar el tratamiento que dan a un mismo tema, las tentaciones y la flagelación de San Jerónimo, en las obras que se conservan en el Monasterio de Guadalupe y en el Museo de Bellas Artes de Sevilla) resulta difícil caracterizar estilísticamente el Barroco. Lo que en uno es un trabajo con un acabado muy elaborado, casi escultórico, en el otro es una pintura suelta, abocetada, con la que consigue, sin embargo, una sensación de movimiento que está en las antípodas del hieratismo de Zurbarán. Al final, uno llega a la conclusión de que la pintura barroca es sencillamente la que se hace en el siglo XVII.

Algo semejante parece suceder con el postmodernismo. Si lo limitamos a ciertas manifestaciones especialmente ligadas a la cultura francesa de nuestros días -a las que quizás sería más correcto denominar postestructuralistas-, es posible que tengamos dificultades para encontrarle relevancia en el dominio de la ingeniería, al menos en un sentido general. Ahora bien, si adoptamos una perspectiva más amplia, y lo que consideramos es una forma dominante de pensamiento propia de finales del siglo XX, entonces ya es otra cosa. Supongo que no todos los pensadores actuales se sentirán cómodos bajo esa denominación. Sin embargo, si algo caracteriza las formas de pensamiento propias de nuestro tiempo es la revisión a la que está sometida la bienintencionada fe ilustrada en la razón. Y así se suelen considerar postmodernos los pensadores que han realizado aportaciones al debate entre el realismo, más o menos ingenuo, y el relativismo cultural. En este sentido, serían postmodernos los citados Berlin o Putnam.

 

Cuando la razón se aplica a socavar los dogmas sobre los que estaba establecido el Ancien Régime consigue logros espectaculares y sienta las bases del mundo moderno. Sin embargo, el análisis crítico que comporta la razón acaba por aplicarse a ella misma y con ello empiezan a hacerse patentes sus limitaciones. Una muestra de ello se tiene en el debate entre el realismo ingenuo de algunos científicos y el relativismo cultural. Tanto un pluralismo á la Berlin como el realismo interno de Putnam permiten desenvolverse entre esos extremos. Y el pluralismo, como hemos visto, no es ajeno a la metodología del ingeniero.

El ingeniero utiliza teorías dispares, o a veces sencillamente el sentido común -sobre cuya conveniencia nunca se insistirá bastante-, para resolver los problemas concretos que constituyen su labor profesional. Un ingeniero empleará la mecánica de medios continuos, como si la materia también lo fuera, olvidando no ya los vacíos interatómicos del físico fundamental, sino incluso las propias porosidades del material que emplea. Asume del problema que tiene entre manos únicamente aquellos aspectos relevantes para el objetivo que persigue. Simpatiza, aún inconscientemente, con la rebelión contra el método de Feyerabend, y para él todo vale con tal de alcanzar la meta propuesta. Pero este posible relativismo está sometido a la contrastación empírica de aquello que produce. El funcionamiento es el criterio al que somete su obra, en la que además siempre están presentes dosis de riesgo, pues sabe que el riesgo nulo tiene un coste infinito. Este doble juego, entre lo general y lo concreto, en que se desenvuelve el ingeniero puede que constituya un ejemplo de la ambivalencia del mundo postmoderno. Las cosas no son tan simples como soñaron los beneméritos ilustrados; el mundo resulta más complejo y plural, y el ingeniero sabe que para realizar su labor tiene que asumir riesgos y contradicciones. En este sentido, su metodología está mucho más constreñida que la del científico, quien, al fin y al cabo, siempre puede aislarse en su laboratorio y decidir qué aspectos de la realidad va a estudiar, y prescindir del resto.

Se comprenderá, de lo dicho hasta aquí, mi desacuerdo con la consideración de la ingeniería como ciencia aplicada --como técnica con base científica--. La ingeniería es concepción y realización de objetos artificiales para satisfacer determinadas necesidades. La concepción es un acto de creación que, como tal, no es fácil de describir. La ingeniería, para llevar a cabo lo que concibe, aplica métodos y conocimientos que son consistentes con lo que genéricamente se conoce como método científico, pero en una versión abierta, pluralista y pragmática que conserva de aquel casi exclusivamente el rigor deductivo y la contrastación empírica --pero no la pretensión de alcanzar un conocimiento absoluto, de modo que las formas concretas de actuación práctica deban derivarse de él, suponiendo una subordinación de la acción al conocimiento--.

Lo que espero haber puesto de manifiesto es la existencia de un campo de reflexión propio para la ingeniería, que puede alimentarse con las más modernas corrientes del pensamiento filosófico. La ingeniería, tal como la entendemos hoy, surge con la modernidad. Es heredera de parte del espíritu de la Ilustración. La crítica de este espíritu no le es ajena. Al criticar sus raíces no hace sino adquirir autonomía y, por tanto, definir un ámbito específico de reflexión. Para la definición de ese campo va a ser necesaria la colaboración de filósofos e ingenieros. El camino, sin embargo, todavía es muy largo.

 

Estudios. Argumentos de Razón Técnica.